Salimos del hotel, caminamos unos minutos embelesados por el paisaje cuando ante nuestros ojos apareció un chico paseando alegremente su hermoso perro raza Beagle. A esto siguió el respectivo – ¡Ohhh, Qué lindo! ¿Cómo se llama? – que no provino de mí, sino de él, mi novio. No logro recordar cómo se llamaba, lo que sí recuerdo con exactitud fue lo que me dijo a continuación de despedir al amable transeúnte y su amigo; se puso frente a mí, muy serio, pero no podía disimular ni un poco la ilusión de sus ojos, me cogió las manos y me dijo:
- ¡Vamos
a tener un perro! – Lo cual me cayó como un yunque de 20 toneladas en el
estomago como si su afirmación en vez de tratarse de un perro fuera de un bebe.
Bueno casi.
- ¡¿Qué?!
¡No! ¿Estás seguro? Un perro es mucha responsabilidad, hay que pasearlo mucho,
el veterinario es un dineral y en un mes nos vamos a mudar a Ibiza, a vivir
juntos. Lo veo muy apresurado, quizá luego…
- dije con la esperanza de que el tiempo se convirtiera en mi aliado y
le hiciera olvida el asunto. No fue así.
- ¡Por
favor! Yo lo haré todo, tu no tendrás que mover ni un pelo por él – ya
arrancamos con que sería macho y punto – tú sólo le darás cariño, ¡y podrás
jugar con él todo lo que quieras! – visto así, toda la parte simple y
reconfortante de tener una mascota quedaría para mi, siendo cierto que
efectivamente él se encargara de todos los menesteres propios de cuidar al
animal.
- Lo
pensaré – dije como ultimátum para que siguiéramos disfrutando del paseo.
Ambos, residiendo en Madrid, nos encontrábamos en dicha ciudad por razones distintas, él por disfrute y yo por trabajo, lo cual marcaba una gran diferencia sobre cómo invertíamos el tiempo cuando estábamos separados. Luego de semejante noticia, fue evidente que miraba cachorros por internet, y a partir de este día, veía sólo cachorros de Beagle por internet.Para que no parezca que él es el responsable de todo, fui yo quién en el coche de regreso a Madrid, un par de días después, cuando dejábamos Segovia a un lado de la A-6 y por fin tuve cobertura, conseguí la tienda de mascotas que tenía a nuestro futuro tercer miembro de la familia.
Con unas ansias, como niño que espera la Navidad y haciendo oídos sordos de la cascada de consejos que nos procuraban nuestros seres queridos para recapacitar sobre la decisión tomada, fuimos a la tienda a buscar nuestra mascota.
Al igual que quién va de rebajas a El Corte Inglés, nosotros fuimos de rebajas a la tienda de mascotas, tenían tres cachorritos de Beagle infinitamente tiernos en oferta. Si, en oferta. Luego de las advertencias del dependiente, que afirmaba que las hembras eran más dóciles, escogimos un macho, con un ligero golpecito en la cabeza. Bromeamos sobre si por eso nos saldría un poco tonto o atolondrado cuando el dependiente nos hizo la pregunta del millón de dólares
- ¿Cómo se va a llamar el perro?
- Ringo! – Dijimos al unísono sin poder contener la emoción.
Pasaban los días y disfrutábamos del cachorro, lo mimábamos y educábamos (o eso intentábamos). Su estancia en Madrid fue corta pero muy amena acompañada del perrito Teddy (que en paz descanse) en casa de mi cuñada. En esas semanas juntos se convirtieron en lo que vulgarmente diríamos “uña y mugre”.
Llegado el momento de mudarnos a Ibiza todo marchaba sobre ruedas, Ringo se portó a la altura de las circunstancias, drogado, pero se porto. Llegamos a nuestra nueva casa, nos acomodamos y vivimos en paz como una familia feliz que empezábamos a ser. Paseos por el malecón, juegos en la playa, caca y pis por toda la casa, pero mucha alegría y serenidad.
Un buen día, pasadas escasas semanas de nuestra mudanza, llegaron unos amigos de visita a nuestro hogar. Como es lógico, salimos a mostrarle la isla y, por supuesto, a divertirnos a una de las discotecas más famosas de Ibiza. El Privilege.
- ¿Qué estará haciendo Ringo? – me grita mi novio mientras baila al ritmo de la música.
- ¡No lo sé! Durmiendo, supongo
¡Pues no!, al llegar a casa encontramos una caca gigante que nos recibía en la entrada, vómitos con trocitos de plástico y chocolate por todas partes, servilletas destrozadas por doquier, resumiendo, Jurassic Park. Se había comido y, evidentemente, destrozado la cavita que recién habíamos comprado ese día por la mañana para ir a la playa. Adiós cava. Ojalá hubiera sabido que ese no sería el único adiós. Pobre Ringo.
Unas semanas más tarde y luego de recibir la visita de mis padres, la cual aprovechamos para decorar y poner el piso a punto, vuelvo del trabajo muy contenta un lunes por la tarde. Mi novio se encontraba en un viaje de trabajo así que me tocaba a mi todas las tareas rutinarias de Ringo.
- ¡RIIIINNNNGOOOOOO!
¡Aquello era el Apocalipsis! El sofá roto, los cojines por el suelo, servilletas mordisqueadas y regadas como confeti, las plantas echas puré y toda la tierra desperdigada por el salón, unas velas rotas y, lo que más me dolió, mi orquídea, de un hermoso color púrpura, que agonizaba pidiendo mi auxilio.
Después de recogerlo todo y limpiar la caca y el pis que coronaban el pastel, lloré de la impotencia. Impotencia por no poderle regañar con esa carita tan tierna. Adiós sofá, adiós plantitas, adiós orquídea. Pobre Ringo.
Superado este episodio llegó la navidad y, al viajar a Madrid, le dejamos con una pareja de amigos que ya habían cuidado de Ringo y además tienen un perro negro y enorme de 50 kilos llamado Bimbo. Un amor.
- ¡Se portó genial! ¡Lo cuidaremos cuando quieran! – Nos dijeron la primera vez.
- ¡Destrozó el jardín, no dejó de ladrar todos los días hasta por la noche, se comió dos plantas de la entrada y – no esperaba menos – se cagó y se meó por todas partes! – Nos dijeron esta vez.
- ¡Qué vergüenza! ¡Lo sentimos muchísimo! – les dije esperando que no nos guardaran rencor por arruinarles la Navidad.
Afortunadamente siguieron siendo nuestros amigos y nos invitaron a recibir el año nuevo en su casa, día que además nos mudaríamos a un micro chalet de 50 metros cuadrados, incluidas ambas plantas, pero un patio de 13 metros lineales y un trocito de jardín nada despreciables para Ringo. Debo acotar que, para que el perro no se escapara, tuvimos que construir una valla por todo el patio que nos llevó dos fines de semana enteros y bastantes disgustos. Aparte de comprarle la casita más bonita de todo internet.
- ¿Qué estará haciendo Ringo? – Me pregunta mi novio en ese paréntesis de calma que se genera después de que le has dado el año nuevo a todos los presentes.
- No sé, estará durmiendo, supongo.
¡Pues no!, al llegar a casa Ringo no estaba.Prefiero no relatar la búsqueda porque fue intensa, pero en mi intento de calmar a mi novio que lloraba a moco suelto dije – Vamos a dormir y dejemos la puerta del patio abierta, es un sabueso, seguro vuelve.
Efectivamente a las 10 de la mañana escuchamos unos ruidos en el salón debido al plástico de la mudanza y al asomarnos era él, tan campante como si hubiera estado de fiesta toda la noche, saludó, un par de lametazos y se fue directo a su casita a dormir la borrachera. Me arrepiento no haber visto más Snoopy de pequeña.
A los que se pregunten – ¿Y no siguieron los consejos de Cesar Millán el encantador de perros? – sin comentarios…
Siguieron los desastres, las quejas de los vecinos, las amenazas con la policía, las escapadas interminables, el adiós a las cosas y ¡la mierda y el meado por todos lados! Era insoportable, insufrible, pero tan bonito. Pobre Ringo.
Era una fría pero soleada mañana de sábado en Febrero. Me despertó con un dulce beso, me acarició la mejilla y me disparó
- Voy a regalar a Ringo, sé que no es feliz todo el día solo, no recibe las atenciones suficiente por nuestra parte y aún esta cachorro. Merece ser feliz y con nosotros no lo es – me dijo con los ojos inundados de lagrimas y tristeza.
- Quizá sea lo mejor, te entiendo y ¡lo siento mucho! – Le abracé muy fuerte porque si lo entendía, yo tuve que tomar una decisión similar y comprendía su dolor, pero esa es otra historia.
Unos días más tarde desarmamos la casita, recogimos sus juguetes y emprendimos el camino a casa de un amigo que quería adoptar a Ringo. Sólo puedo contarles que mientras escribo estas líneas un par de lágrimas resbalan por mi mejilla y mi corazón se pone tan pequeño que apenas puede latir.
800 metros de terreno para él (sin llegar a ser suficientes...) y para su nuevo amiguito, un doberman pinscher enano negro llamado Mikos. Entraba y salía como perro por su casa, corría, se comía las gallinas, jugaba, era feliz.
Comprendimos que nuestro dolor era nuestro, era puro egoísmo humano por el fracaso de no poder darle lo que necesitaba por más que lo intentamos hasta el cansancio.
Le queríamos tanto que sólo quisimos que fuera feliz.